martes, 15 de septiembre de 2015

El majuelo o la viña

  La antigua Comunidad de Villa y Tierra de Arévalo estaba formada por más de 100 pueblos que se integran actualmente en las zonas colindantes de las provincias de Ávila, Segovia, Valladolid y Salamanca. Si vemos los mapas actuales del SIGPAC observamos que muchos de los nombres de sus “pagos” tienen el nombre de “majuelos”. Martin Muñoz de la Dehesa, Donvidas, Fuentes de Año, Vinaderos, San Esteban de Zapardiel, Salvador de Zapardiel, Madrigal, etc…, llevan escritos en sus términos municipales estos topónimos. Fuera de estas comarcas al Sur del Duero, este nombre no se aplica a las viñas, y generalmente solo sirve para designar a un espino de flores blancas y frutos rojos, que nosotros comíamos de pequeños y que conocíamos con el nombre de “majueletas”.

  En realidad “viña” y “majuelo” son dos términos sinónimos, aunque el primero está mucho más extendido y el segundo tiende a desaparecer, de la misma forma que están desapareciendo las antiguas viñas o majuelos de nuestra Tierra de Arévalo. Sólo cuatro pueblos de la provincia de Ávila, Madrigal, Blasconuño de Matacabras, Palacios de Goda y Orbita han apostado por mantener este cultivo tan arraigado en nuestra historia, agrupados bajo la denominación de origen de “Rueda”, y en el resto de los pueblos es un cultivo o ya desaparecido totalmente o de carácter residual.

  En el siglo XIV, según documentos históricos, probablemente la extensión de tierras dedicadas al viñedo suponía aproximadamente un 10% del total de las tierras cultivadas. Durante siglos y hasta tiempos muy recientes el cultivo de la vid era un factor fundamental para la economía doméstica. El vino, el pan, las aves de corral, la matanza del cerdo, el huerto, eran los pilares para la subsistencia. Esto desaparece con la revolución agrícola de los años 60: el éxodo rural, la mecanización del campo, la concentración parcelaria y otras reformas.

  Muchos tenemos todavía gratos recuerdos (estábamos libres de ir a la escuela) de aquellos majuelos de nuestros abuelos, a donde íbamos de pequeños a la vendimia y llevábamos sobre las aguaderas de mimbre, en los burros, las mejores uvas, “las escogidas”, que no se pisaban y que se extendían en los “sobraos”, sobre el grano, para que no se pudrieran y sirvieran de reserva alimenticia hasta los meses de diciembre y enero.

En mi familia todavía conservamos vivo uno de estos majuelos. Yo soy, desde hace unos años, el encargado de su cultivo, de la vendimia, de la elaboración del vino y hasta de su embotellado posterior, con la oportuna colaboración familiar. Mi contacto con la viña no es un contacto bucólico o retórico, es algo más, y además es también uno de los puentes que me lleva a los años de la infancia y al recuerdo de nuestra historia colectiva. Este majuelo lo plantó mi abuelo el mismo año que nació mi padre (1902). Tiene por tanto más de un siglo de historia. Está situado en la confluencia de tres términos municipales: Orbita, Espinosa y Martín Muñoz de las Posadas, sobre una terraza cercana a la línea divisoria de las aguas de la cuenca del Adaja y las aguas del Voltoya. Desde allí la vista se pierde en la inmensidad de la llanura. En este observatorio privilegiado paso muchas horas cultivando la viña. En el duro invierno, con motivo de las pesadas operaciones de la poda, cortando los sarmientos viejos que hagan posible el nacimiento de otros nuevos y que traigan nueva vida a las envejecidas cepas. Con la llegada de la primavera, en el mes de marzo, los negros muñones de las cepas recién podadas comienzan a “llorar” y es la señal inequívoca de que se acerca la floración de finales de abril. El majuelo comienza a revestirse de sus mejores galas y pierde el tono triste y austero del invierno para cubrirse con sus mejores trajes de primavera, con sus bellos pámpanos, sus delicadas flores, también llamadas ”cierne”, que tal vez cuajen un día, si las heladas del mes de mayo no lo impiden, en dorados racimos. Para acompañar esta explosión de júbilo y de vida, el mundo animal se asocia a esta fiesta ritual de la primavera y gran cantidad de jilgueros hacen aquí sus nidos, ponen aquí sus huevos y a las pocas semanas salen del cascarón sus crías que llenarán durante meses los campos con sus alegres cantos.

  A finales de septiembre las uvas se maduran y llega la vendimia. La vendimia en nuestros pueblos tradicionalmente era una fiesta popular y familiar. Todo se hacía en común y era el momento de ayudarse mutuamente. Se hacía “cocido” para todo el grupo de vendimiadores, los mozos daban lagarejos a las mozas y unos y otros se  lanzaban pullas para alegrar el trabajo y animar la fiesta. Al anochecer, la vuelta a casa. Todavía no había acabado la faena, pues había que descargar la uva, que ya empezaba a mostear, desde los carros hacia el lagar. Allí, descalzos o con botas, pisábamos los racimos, para desgranar las uvas y romper los hollejos. El pisar la uva se convertía en una especie de danza festiva y ritual que inevitablemente nos lleva a pensar en las fiestas que se celebraban en la antigua Roma o Grecia con motivo de los cultos en honor del dios Baco o Dyonisos. El mosto recién exprimido corría abundante hacia un pozo que nosotros llamábamos “pilo” y de donde se sacaba después hacia las cubas o tinajas para que allí fermentara.

  En nuestros días, como era inevitable, el mundo de la uva y del vino también ha cambiado. Ha cambiado el vocabulario en torno al mundo del vino y de la viña. Ahora tenemos que distinguir las cepas que están “en vaso” de las que están “en espaldera”, Estas últimas están perfectamente alineadas y gozan de un sistema de riego, “goteo”, del que jamás disfrutaron las ya cepas centenarias. Ahora la vendimia en los nuevos viñedos se realiza con máquinas que vendimian en horas nocturnas para que el mosto no se oxide al contacto con el sol y hay que seguir un protocolo muy riguroso a la hora de recoger y entregar la uva en las bodegas. Todo muy diferente al ambiente relajado y festivo de las antiguas vendimias. Aunque no se lleve la uva a las grandes bodegas, perfectamente controladas y mecanizadas, hay nuevas técnicas para hacer y conservar el vino, aunque sea artesanalmente. Ahora ya no pisamos los racimos, ahora los despalillamos. No solemos hacer “el pié” ni echar encima un trillo con piedras para prensar el orujo. Ahora lo introducimos en potentes prensas manuales para exprimir al máximo los hollejos. Luego viene el “desfangar”, el esperar unos días para que “rompa a cocer” y el mosto se transforme en vino. Pero el proceso artesanal es lento, habrá que realizar varios trasiegos para que, allá para el mes de marzo o abril haya “caído”, se hayan depositado sus impurezas y se convierta en el vino joven de la nueva cosecha.

  Ángel Ramón González González . Texto publicado en  la Llanura Nº53 de Octubre de 2013.
  http://lallanura.es/llanura/La-Llanura-53.pdf

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